jueves, 29 de octubre de 2009

El milenario ritual de las Torres del Silencio

En otro tiempo fueron muchas, pero hoy apenas quedan. En ellas, las torres del silencio o dokhmas, se conserva uno de los rituales funerarios más peculiares a ojos de todos aquellos ajenos al Zoroastrismo, pero que para los fieles de esta religión resulta el más aceptable y natural: La exposición de los cuerpos de los difuntos al sol, al viento y… a los buitres. Un acto final de caridad que, además, iguala a pobres y a ricos.

Torre del Silencio parsi en 1880. Foto original

El Zoroastrismo concede una especial importancia a la preservación de las Siete Creaciones (el cielo, las aguas, la tierra, las plantas, los animales, el hombre y el fuego). El hombre, la única creación que es consciente, tiene entre sus obligaciones la de conservar la pureza y lo que tienen de sagrado todas las demás.

La muerte es vista como un triunfo temporal del espíritu malvado Ahriman, cuya naturaleza es la de la destrucción del orden divino. Cuando una persona muere, el demonio de los cadáveres entra en su cuerpo y se apodera de él, contaminando todo lo que entra en contacto con él. El cuerpo pasa a ser considerado impuro, nasu. De esta manera, dar sepultura a los cuerpos de los difuntos contribuiría polucionar el elemento tierra; incinerarlos, el del fuego y arrojarlos al mar, el del agua.

Para evitar estas contaminaciones, el Vendidad, el código de leyes zoroastrista “dado para mantener alejados a los daevas” (los espíritus malignos causantes de la impureza) y confundirlos, propone un estricto protocolo que se debe seguir para deshacerse del cuerpo de los difuntos de la manera más segura posible, preferiblemente evitando el contacto con el fuego, el agua o la tierra. Todo con el máximo respeto hacia el difunto, pero intentado evitar cualquier peligro para los vivos.

Poco después del momento de la muerte, el cuerpo del difunto es sometido a un baño ritual con agua y, después, es vestido con ropas de algodón blanco. Después de unas plegarias y de recitar varios pasajes de los textos sagrados zoroastristas. El difunto es colocado sobre una sabana de algodón en el suelo. Dos de sus familiares se sientan a su lado.

Miembros de la comunidad zoroastrista de Yezd (Irán), foto del 1909. Original.

Es en este momento cuando el cuerpo comienza a caer bajo la influencia del demonio de la descomposición y comienza a ser considerado impuro. Nadie puede tocarlo a excepción de los que lo vistieron y los nassesalars, portadores de los féretros, un cargo que solía ser hereditario. Los nassesalars se encargan de cubrir todo el cuerpo con una sábana blanca y después colocarlo sobre una plancha de piedra en una esquina de la sala.

A continuación se hace que un perro vea el cadáver. Es un ritual importante, que se repetirá varias veces durante el funeral, cuyo objetivo es confirmar que la persona está realmente muerta. Son perros que viven en las inmediaciones de las Torres del Viento y que están especialmente reservados para este ritual. Son perros con cuatro ojos. Los otros dos, son dos marcas idénticas, vistas como ojos, situadas justamente encima de los dos ojos reales y que les dan la fuerza necesaria para protegerse.

Después de este ritual, se trae el fuego a la sala y se mantiene ardiendo en un jarrón con incienso y fragancia de sándalo. Los zoroastristas creen que este fuego destruye los gérmenes invisibles de la enfermedad. Un sacerdote se sienta delante del fuego y recita continuamente fragmentos del Avesta hasta el momento de llevar el cuerpo hasta la Torre del Silencio. Como es esencial que el cuerpo se exponga al sol, está prohibido llevarlo durante la noche, por lo que se tiene que transportar durante el día.

Un par de horas antes de ese momento, vuelven a la casa los nassesalars (tienen que ser al menos y siempre un número par), vestidos totalmente de blanco y con todas las partes de su cuerpo, a excepción de la cara, cubiertas para asegurarse que no son infectados, en caso de que el difunto haya muerto de alguna enfermedad infecciosa. Los nassesalars traen consigo unas andas para el transporte del cuerpo, que tienen que ser metálicas, la madera al ser porosa es más probable que atrape y transmita gérmenes, por lo que está totalmente prohibida durante todo el ritual funerario.

Interior de una torre. Foto de Annesh.

Un par de sacerdotes rezan unas últimas plegarias y se repite el ritual de que un perro vea el cadáver. Este el momento en que la mayoría de los amigos y familiares del difunto rinden los últimos honores y pueden contemplar su rostro por última vez. Después, los nassesalars cubren la cara con una pieza de tela. En este momento, comienza la procesión fúnebre que sigue el cadáver hasta la Torre del Silencio, siempre a una distancia de al menos 30 pasos y todos vestidos totalmente en blanco. Cuando llegan allí, los que han seguido la procesión tienen otra oportunidad más para ver al difunto y, otra vez, se vuelve a realizar el ritual del perro.

Mientras, la puerta de hierro de la torre se abre y los nassesalars, que son los únicos que pueden acceder a su interior, suben el cadáver hasta su azotea. Las torres suelen tener una forma uniforme y un tejado plano con un perímetro ligeramente más alto. El suelo de su tejado está dividido en tres círculos concéntricos. Si el difunto es un hombre, su cuerpo se deposita en el más exterior. Si es una mujer, en el segundo. Y si es un niño en el central. Pero no hay ninguna distinción de clase, como dice un poema persa: “La muerte iguala a todos, tanto si se muere como rey sobre un trono o como un pobre sin cama en el suelo.”.

Después de despojar al difunto de sus ropas usando unos ganchos y otros instrumentos metálicos, los nassesalars lo dejan allí, expuesto al sol y a las aves carroñeras. Cuanto antes sea devorado, menos se descompondrá y menor será el riesgo sanitario y de contaminación. El diseño de las torres incluye una especie de canalones radiales, aunque puedan parecer un adorno, su verdadera misión es la de permitir la evacuación de los fluidos corporales y de la lluvia hacia el pozo situado en el centro de la torre que es donde se encuentra el osario.

Es en este osario donde después de que las aves de rapiña hayan devorado el cuerpo y de que el sol y el viento los hayan blanqueado (lo que puede llevar hasta un año), se depositan los huesos. Allí con la ayuda de cal se comienzan a desintegrar hasta que finalmente los restos son arrastrados por el agua de la lluvia, y después de pasar a través de varios filtros de carbón vegetal y de arena acaban perdiéndose en el interior de la tierra, desde donde acabaran llegando al mar.

La exposición de los cadáveres por parte de los zoroastristas es un ritual funerario muy antiguo. Los estudiosos creen que, en un principio, los indo-iranís sepultaban a sus muertos, pero fue después del primer milenio A.C. cuando abandonaron esta práctica en beneficio de la exposición ritual. Se han encontrado osarios en Irán del siglo V y IV A.C. en los que los huesos están sueltos, por lo que podrían haber sido expuestos al sol y a las aves carroñeras, aunque no se puede asegurar.

Parsis de Bombay, grabado del 1878. Original.

Antiguamente se llevaba el cuerpo hasta lo alto de alguna montaña y se dejaba allí para que los buitres y otras aves carroñeras se alimentaran de él. Antes, se sujetaban al suelo sus manos y piernas para evitar que las aves pudieran acercar el cuerpo a alguna forma de vida, ya fuera una planta, una fuente de agua o un asentamiento humano. Después de la exposición al sol y de que los buitres hubieran devorado el cadáver, se recogían los huesos y se llevaban a un osario.

Más tarde, los osarios serían substituidos por las Torres del Silencio. Como emplazamiento se escogieron los mismos lugares donde antes exponían a sus muertos, la cima de colinas o pequeñas montañas en medio del desierto, lejos de las áreas habitadas.

Sin embargo, después de la conquista del Imperio Sasanida por los árabes en el siglo VII, las torres de Irán comenzaron a ser abandonadas al mismo tiempo que el Zoroastrismo comenzó su lento declive. Los árabes trajeron consigo su religión, el Islam, y poco a poco la población comenzó a ceder a las presiones sociales y económicas para convertirse. Los primeros fueron la nobleza y la población de las ciudades, entre los campesinos el proceso fue más lento.

No obstante, algunos decidieron conservar su antigua religión. De estos, unos prefirieron marchar del país para escapar de la persecución religiosa, como los parsis que emigraron a la India, y otros se quedaron, pero tuvieron que refugiarse lejos de los centros de gobierno, donde la presión religiosa era menor, como las ciudades de Yazd y Kerman, situadas en zonas desérticas, y que hoy siguen siendo centro del Zoroastrismo en Irán.


Torres del Silencio parsi en 1880. Foto original.

Estas comunidades iraníes mantuvieron vivo el ritual de la Torres del Silencio hasta comienzos del siglo XX. Fue entonces cuando la práctica comenzó a ser abandonada en favor de las cremaciones o los entierros. Los motivos fueron varios. Por un lado, el Islam consideraba la disección innecesaria de un cadáver como una forma de mutilación, lo que provocó que algunas de las torres fueran asaltadas, para consternación y humillación de las comunidades zoroastristas. Segundo, el crecimiento de las ciudades hizo que las torres, que inicialmente habían sido construidas en zonas deshabitadas, se encontraran en los límites de las zonas pobladas. El tercer motivo vino de dentro de la propia comunidad, cuando los fieles empezaron a considerar el sistema como antiguo, propio de otros tiempos.

Con el tiempo, las torres del silencio se fueron sustituyendo por cementerios. Aunque sus tumbas respetaban los preceptos del Zoroastrismo: revestidas de piedra y una capa de cemento para evitar el contacto directo con la tierra. La última dakhma se cerró por ley en los años 70.

En India, las torres del silencio de los parsis, los zoroastristas que prefirieron marchar, también han acabado siendo absorbidas por el crecimiento urbano. Y aunque se encuentran rodeadas de jardines, la construcción de rascacielos en ciudades como Bombay ha provocado que lo que antes no se podía ver, ahora este a la vista de los que viven en las plantas más altas.

Pero los parsis tienen que hacer frente además a otra dificultad aún mayor: la dramática disminución de la población de buitres en la India. En torno al 97% de los buitres ha muerto a causa del diclofenaco, un antiinflamatorio destinado al ganado de uso muy extendido en India por ser un método barato para la prevención de enfermedades diversas, pero que provoca la muerte de los buitres cuando estos se alimentan de ganado tratado con este fármaco.

Los pocos buitres que quedan son incapaces que consumir totalmente los cuerpos. Ante esta dificultad, se han planteado su cría en cautividad y el uso de “concentradores solares” (una especie de espejos de grandes dimensiones) para acelerar la descomposición.

Torre del Silencio en las afueras de Yazd (Irán). Foto de Annesh.

Estos concentradores son sólo una solución para los días claros, pero en ocasiones, cuando hace mal tiempo, se ha tenido que recurrir al enterramiento. Los buitres podían consumir un cuerpo en sólo cuestión de minutos, pero no se ha encontrado ningún otro método capaz de igualar esa marca.

Las torres del silencio también han suscitado cierta polémica dentro de la propia comunidad parsi. Las torres suelen ser gestionadas por las Anjuman, unas asociaciones zoroastristas de perfil predominantemente conservador y que están en contra de los matrimonios con fieles de otras religiones, por lo que en algunos casos los hijos de estos matrimonios mixtos no han podido usarlas.

PS: En 2004 se estimaba que aún quedaban entre 145.000 y 210.000 zoroastristas en todo el mundo. 70.000 parsis, 5.000 en Paquistán, 25.000 en Norteamérica, unos 10.000 en Asia central, 3.500 en Australia y en 1979 unos 22.000 en Irán.

Enlace permanente a El milenario ritual de las Torres del Silencio

+posts:
- Zoroastrismo, una religión milenaria que aún sobrevive
- Las carreteras de los cadáveres
- Sati, ¿amor eterno o suicido a la fuerza?

+info:
- Torre del silencio en es.wikipedia.org en.wikipedia.org
- Rituals de pas I: les torres del silenci a Rastres, vestigis, derelictes
- A Zoroastrian Tapestry in The Hindu
- The Funeral Ceremonies of the Parsees. Their origin and explanation by Jivanji Jamshedji
- Zoroastrians in death the last taboo
- Shortage of vulture threatens ancient culture in The Independent
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martes, 20 de octubre de 2009

El tesoro de Beale, 30 millones por una clave

En 1885 un tal J. B. Ward publicó un folleto en el que hablaba de un tesoro enterrado entre 1819 y 1821 cerca del condado de Bedford, Virginia, y que nunca había sido recuperado. Toda la información necesaria para encontrar un tesoro valorado en 30 millones de dólares actuales por tan sólo de 50 centavos que costaba el folleto. Sólo había una pequeña pega, antes de ir a buscarlo había que descifrar el texto en el que se describía el lugar donde se había enterrado.

Cincuenta centavos a cambio de un tesoro.

Aparentemente, la historia comienza un día de enero de 1820, cuando tres extraños llegaron a la ciudad de Lynchburg, Virginia, y se hospedaron en el hotel Washington regentado por Robert Morriss. A los pocos días, dos de ellos continuaron su viaje hacia Richmond, de donde decían ser, pero el otro se quedó. El que se quedó se llamaba Thomas Jefferson Beale y, según Morriss, tenía apariencia de persona honesta y educada, debía medir un metro ochenta, tenía ojos y cabello negros, y era de complexión fuerte. El rasgo que más le distinguía era su tez morena, muy morena, como si hubiera pasado toda su vida al sol.

Beale pasó el resto de aquel invierno en Lynchburg y se convirtió en una persona bastante conocida en la ciudad, especialmente entre las damas. Entonces, un día de finales de marzo, tal como vino se fue. Ni Morriss, ni nadie, sabían nada de su procedencia, ni de cual había sido el motivo de su estancia. Beale jamás lo contó y Morriss jamás se lo preguntó.

Dos años más tarde, en 1822, Beale volvió a aparecer por Lynchburg. Igual que la primera vez, pasó el invierno en la ciudad y cuando llegó la primavera se volvió a marchar. Esta vez, sin embargo, dejó a Morriss una caja de metal cerrada que, según le dijo, contenía “papeles importantes de valor” y que le pidió que guardara hasta que fuera necesario.

Poco más tarde, en mayo, Morriss recibió una carta de Beale desde San Luis. En ella Beale reconocía que estaba en medio de una empresa peligrosa. La caja contenía papeles de vital importancia para su propia fortuna y la de muchos otros. En caso de muerte, la pérdida de la caja podría ser irreparable, por lo que pedía a Beale que guardara la caja en lugar seguro. En la carta, Beale daba instrucciones a Morriss para que si en diez años ni él, ni nadie en su nombre acudían a buscarla, abriera la caja. En ella encontraría una carta con más instrucciones para él, junto con otros papeles ininteligibles sin la ayuda de una clave. Según aseguraba Beale en la carta, la clave la había dejado en manos de un amigo suyo de San Luis en un sobre sellado y dirigido a Morriss, con ordenes de que se la enviara en junio de 1832.

The Locality of the Vault. Original.

Los años pasaron y Morriss no tenía noticias de Beale. Ni él, ni nadie en su nombre aparecieron por la caja. Aunque a partir de 1832 debía abrir la caja, Morriss prefirió seguir esperando. Finalmente, en 1845 Morriss creyó que los “indios” habrían matado a Beale y sus compañeros, y decidió abrir la misteriosa caja, había esperado 23 años. Con poca destreza, forzó el candado para descubrir cuatro hojas de papel. Una de ellas estaba escrita en inglés, las otras contenían una colección de números, aparentemente sin sentido.

Morriss empezó a leer la única hoja que entendía, en la que Beale explicaba su historia:

En abril de 1817, un grupo de 30 amigos amantes de la aventura y el peligro, entre los que estaba Beale, salió de Virginia con destino a las Grandes Llanuras del oeste. Su único objetivo era el de pasar una buena temporada cazando búfalos y osos. En diciembre, después de un largo viaje cruzando el país, llegaron a la ciudad de Santa Fe. Los meses de invierno se hacían largos y un día para matar el rato un grupo de ellos decidió salir de excursión para explorar la zona y matar el gusanillo de la caza.

La excursión que tenía que durar sólo unos días se alargó varias semanas. Cuando los que se habían quedado en Santa Fe comenzaron a preocuparse, uno de los se habían marchado volvió con noticias de una gran hallazgo que cambiaría sus planes y sus vidas. Según contaba, llevaban varios días detrás de una manada de búfalos, cuando una noche, uno de los hombres mientras estaban preparando la cena descubrió en una grieta entre unas rocas algo que brillaba, era oro y había mucho. El grupo celebró el hallazgo y los que se habían quedado en Santa Fe al conocer la noticia también. En seguida partieron para reunirse con ellos cargados con suministros y provisiones para un tiempo indefinido.

Durante 18 meses, Beale y sus compañeros acumularon todo el oro y la plata que pudieron extraer. Fue entonces cuando, según la nota, todos acordaron que sería conveniente llevar todo ese oro y plata a un lugar más seguro. Después de barajar varias opciones decidieron llevarlo hasta Virginia y esconderlo allí en algún lugar secreto. Para reducir el peso de la carga, Beale cambió oro y plata por joyas y en 1820 emprendió su viaje a Lynchburg, la primera visita al hotel de Morriss, en búsqueda del lugar más apropiado para enterrar el tesoro, lo encontró y allí lo enterró. Al acabar el invierno Beale regresó para reunirse con sus compañeros.

Dieciocho meses después, su segunda visita, Beale regresó a Lynchburg con más oro y plata. Pero este segundo viaje tenía además otro objetivo. Beale y sus compañeros estaban preocupados que de pasarles algo a ellos, sus fortunas no llegaran a sus familiares. Así que Beale esta vez tenía como misión encontrar a una persona de fiar a la que confiar sus deseos, Beale escogió a Morriss.

Como para que Morriss estuviera leyendo la nota deberían haber pasado ya los diez años de espera, Beale pedía Morriss que fuera al escondite donde estaba enterrado el oro y la plata y dividiera todo en 31 partes iguales. Morriss debería quedarse por una como pago por los servicios prestados, las otras treinta debería repartirlas entre las personas cuyo nombre y dirección figuraban en otro de los papeles. Así acababa la nota.

El juzgado del condado de Bedford, un lugar como cualquier otro para comenzar la búsqueda.

Beale acertó con Morriss, honrado como él lo creyó, su primera preocupación al leer la carta fue la de encontrar el tesoro y encontrar a los herederos de aquellos hombres que debían para entonces estar ya muertos. Pero había un problema: la localización y la descripción del tesoro estaban cifradas, en las otras tres hojas que contenían números y más números. La clave para descifrarlos, que Beale le había dicho que alguien le enviaría por correo, no había llegado. Así que Morriss tuvo que intentarlo por su cuenta. Dedicó 20 años, pero no lo consiguió y en 1862 cuando llegó a los 84 años de edad temeroso de morir sin haber cumplido su misión, decidió confiar su secreto a un amigo, tal como Beale le había pedido. Este amigo, del que se desconoce la identidad, consiguió parte de lo que Morriss no había conseguido en 20 años: descifrar uno de los textos, el marcado como número “2”.

El amigo de Morriss tuvo la intuición de que cada número representaba una letra, pero como había más números que letras en el alfabeto, dedujo que varios números deberían corresponder con la misma letra. Fue entonces cuando se le ocurrió usar la Declaración de la Independencia para descifrarlo. Cada uno de los números se tenía que sustituir por la primera letra de la palabra que ocupaba la posición del número dentro de la declaración. Siguiendo este proceso se podía leer:

He depositado en el condado de Bedford, a cuatro millas de Buford, en un sótano o una excavación, a 6 pies (1.80m) bajo tierra, los siguientes artículos que pertenecen a las partes cuyos nombres figuran en el número 3:

El primer depósito, en noviembre de 1819, está compuesto por 1.014 libras de oro y 3.812 de plata. El segundo, en diciembre de 1821, consistía en 1.907 libras de oro y 1288 de plata, además de joyas, obtenidas a cambio de plata para facilitar el transporte y valoradas en 13.000 dólares.

Todo lo antes mencionado está empaquetado de forma segura en recipientes de hierro, con tapas de hierro. La cámara está más o menos revestida de piedras, y los recipientes descansan y están cubiertos por piedras. El papel número uno describe la localización exacta de la bóveda, para que no haya dificultad alguna en encontrarla.

La Declaración de Independencia, que tan útil había sido para descifrar el primer texto, no sirvió para los otros dos. Tristemente para los familiares de los treinta, o tal vez para él, el amigo de Morriss no consiguió descifrar la hoja en la que describía el lugar donde estaba enterrado el tesoro, ni la que supuestamente contenía el nombre de esos familiares y su lugar de residencia. Así que en 1885, frustrado por haber dedicado los mejores veinte años de su vida a intentar descifrar el resto de papeles sin éxito, habiendo abandonado ya cualquier esperanza de hacerlo, decidió publicar en un folleto todo lo que sabía.

Según decía, lo hacía movido por la esperanza de que otros se pudieran beneficiar de lo que él había sido incapaz. Tal vez, incluso alguno de los familiares de la gente de Beale lo leyera y reparara que sin saberlo todo este tiempo había tenido en su poder una valiosa clave. Aunque advertía que nadie cometiera el error de dedicarle tanto tiempo como hizo él, pues para él lo que al principio parecía un regalo se acabó convirtiendo en una pesada condena.

El folleto explicaba la historia de Beale, los textos cifrados y todo lo que le había contado Morriss. El misterioso amigo, pese a hacer públicos los textos, prefirió mantenerse en el anonimato por miedo a ser acosado por los buscadores de tesoros y fue su agente, un tal James B. Ward, el encargado de publicarlos.

Names and Residences. Original.

Desgraciadamente, un fuego en el almacén en el que estaban guardados los folletos destruyó la mayoría de ellos. Sin embargo, los que se salvaron despertaron un inmediato interés y un debate sobre si la historia era cierta o sólo una invención de Ward para ganar dinero.

Una de las primeras cuestiones a resolver era si, por lo menos, los protagonistas de la historia habían existido. En el censo americano de 1810 se encuentran registradas dos personas llamadas Thomas Beale, una en Connecticut y otra en New Hampshire. En el de 1820, se encuentran otras tres personas con ese nombre, esta vez en Luisiana, Tennessee y Virginia (de donde parecer ser era el Beale del tesoro). Ward es otro personaje obscuro y el único rastro que se encuentra de él es una referencia en la edición del 21 de mayo de 1865 del Lynchburg Virginian, en la que se le identifica como el propietario de la casa en la que murió Sarah Morriss, la mujer de Robert. Aunque él insiste en que no es el amigo al que Morriss confió su secreto, quizás sí que lo era. En cualquier caso, poco más se sabe de todos ellos.

Si se analiza la historia, parece tener aspectos razonables, pero otros que no lo son tanto. Parece lógico que Beale y sus compañeros decidieran llevarse su tesoro a un lugar seguro. Santa Fe en aquel tiempo era una ciudad mexicana, ellos eran norteamericanos. También parece una buena idea preparar un plan de contingencia por si les ocurría algo a todos ellos. Sin embargo, parece poco lógica la idea de llevar el oro hasta Virginia. Era un largo camino de varios miles kilómetros, no exento de riesgos, a través de territorio casi salvaje, para, además, esconderlo de una manera que podía hacer imposible su recuperación. ¿No hubiera sido mejor guardar el dinero en alguno de los bancos de la ciudad San Luis? Mucho más cerca y sin riesgos de que alguien lo encontrara y lo perdieran todo.

Hay otras cuestiones que tampoco quedan claras. ¿Quién o quiénes ayudaron a Beale a llevar el oro hasta Bedford? En ambas ocasiones, se trataba de una gran cantidad de carga, por lo que habría necesitado un gran número de mulas, burros o carros, y bastantes ayudantes. Tal vez, demasiada gente para guardar un secreto.

Tampoco ayuda que al parecer el texto publicado en el folleto contiene palabras del inglés, como “stampede” y “improvise”, que no aparecieron escritas hasta la década de 1840. Aunque no se puede descartar que antes ya fueran palabras habituales en Virginia o el Oeste.

Por otro lado, para los que continúen decididos a buscar el tesoro, conviene tener en cuenta que aún siendo cierta la historia, no se puede descartar que el tesoro ya no esté allí. Aunque Beale hubiera muerto sin recuperar el tesoro, alguno de sus compañeros, que sería lógico que conocieran el emplazamiento del escondite, podría haberlo recuperado. Y, ya fuera por desconocimiento o por precaución, no hubiera pasado a decir nada a Morriss, que se habría quedado con su caja y su enigma.

Lynchburg en 1919. En algún lugar puede que esté el hotel de Morriss. Ver panorámica completa.

Además son muchos los que ya lo han probado. Inmediatamente después de la publicación del folleto, muchos intentaron descifrar los documentos y encontrar el tesoro. Entre ellos varios famosos buscadores de tesoros. A principios del siglo XX, los hermanos Hart lo intentaron durante décadas. Otros como Hiram Herbert Jr. dedicó casi 50 años para también acabar abandonando en la década de los 70.

Con la misma poca suerte, lo han intentado expertos en criptografía. Algunos de los cuales después de analizar los dos textos que quedan usando métodos estadísticos cifrados han sugerido que no puede tratarse de textos escritos en inglés. También resulta sospechosa la escasa longitud del texto en el que teóricamente aparecen los nombres de los familiares más próximos. De usar la misma técnica de codificación que el ya descifrado, serían 618 números/letras para 30 o 60 nombres junto con su dirección.

Pero pese a todos estos indicios que parecen indicar que todo es un fraude, durante más de cien años, multitud de gente ha sido detenida por entrar y excavar sin permiso en fincas del condado de Bedford. Se cuenta que en 1983 una mujer excavó en el cementerio de Mountain View porque estaba convencida que el tesoro de Beale se encontraba allí.

Por cierto, existe una leyenda Cheyenne datada en torno al 1820, sobre una gran cantidad de oro y plata llevada desde el Oeste hasta las montañas del este para enterrarlo allí. Otras tribus, las de los Pawnee y los Crowe, hablaron muy bien de un grupo de unos 35 hombres blancos, a Jacob Fowler, un americano que exploró el sudoeste del país durante los años 1820 y 1821.

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+info:
- Beale Ciphers in en.wikipedia.org
- Treasure by numbers in guardian.co.uk
- The Legendary “Beale Treasure by Richard E. Joltes
- The Beale Papers by J. B. Ward otra reimpresión de The Beale Papers
- A Basic Probe of the Beale Cipher (PDF), by Louis Kruh in Cryptologia
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miércoles, 14 de octubre de 2009

La colonia perdida de la isla de Roanoke

En 1590, cuando John White regresó a la colonia de la isla de Roanoke, en la actual Carolina del Norte, no encontró ni rastro de los 117 colonos que había dejado allí tres años antes. Tampoco, había signos de lucha, sólo un par de inscripciones en unos troncos con las palabras “CROATOAN” y “CRO”, el nombre de una tribu de la zona que había sido amiga de los ingleses. Lo que allí sucedió se ha convertido en un trágico misterio que aún no se ha podido esclarecer.

La llegada de los ingleses a Virginia. Dibujo de John White.

El primer intento inglés de establecer una colonia en América del Norte había acabado en fracaso. Sir Humphrey Gilbert consiguió alcanzar Terranova, pero fue incapaz de establecer una colonia. En el viaje de vuelta, las tormentas se cebaron con su flota y su barco acabó desapareciendo en medio de una de ellas. La muerte de Gilbert no se desanimó a su hermanastro, Sir Walter Raleigh, que seguía convencido de la conveniencia para Inglaterra de establecer un imperio más allá de los mares desde el que explotar las riquezas del Nuevo Mundo y atacar las posesiones y flotas españolas.

La reina Isabel I de Inglaterra apoyaba la idea y renovó por otros diez años la carta privilegio, que antes había concedido a Gilbert, para que Raleigh continuara con el intento. Raleigh disponía de ese tiempo para establecer un asentamiento o perdería su derecho.

En 1584, Raleigh envió la primera expedición para explorar la costa este de Norteamérica y encontrar el emplazamiento más adecuado para comenzar la colonización. Al mando estaban Philip Amadas y Arthur Barlowe, que escogieron la zona de los Outer Banks del actual estado de Carolina del Norte como asentamiento ideal para entrar en contacto con los nativos de la tribu Croatan y atacar los puestos españoles de más al sur.

A su regreso, Amadas y Barlowe trajeron consigo a Inglaterra una imagen idílica del lugar y de sus pobladores. Era verano y los indios que se encontraron se mostraron amigables y generosos. Tan convencidos estaban, que llevaron consigo de vuelta dos de ellos, Manteo y Wancheses, para que Raleigh y la reina lo pudieran comprobar de primera mano. Aunque ellos no lo sabían, la situación sería muy diferente en invierno, cuando la abundancia de todo, que ellos habían en la isla en verano, se convirtiera en escasez. Además, en su primera visita, el hombre blanco era un desconocido para los indígenas.

Sir Walter Raleigh

Raleigh esperó a la primavera siguiente para enviar una segunda expedición. Esta vez, compuesta por 108 hombres, muchos de ellos soldados veteranos. Esta segunda expedición tenía como misión explorar mejor la zona y establecer un asentamiento permanente. El 9 de abril de 1585, siete barcos partieron del puerto de Plymouth comandados por Richard Grenville, primo de Raleigh. Los dos indígenas traídos en el primer viaje regresaban embarcados en ellos. Durante su viaje, los ingleses aprovecharon para atacar posiciones y barcos españoles. No en vano, en Inglaterra, muchos creían que la actividad colonial se podía auto-financiar con los botines de las acciones piratas.

Después de más de dos meses de viaje, el 26 de junio, la expedición llegó a una isla al sur de cabo Hatteras. Las cosas no comenzaron bien, uno de los barcos más grandes embarrancó contra un banco de arena y la mayor parte de sus provisiones se echaron a perder. Después de una primera exploración de la costa, llegaron a la aldea de Aquascogok. Al parecer, los ingleses culparon a sus pobladores de robarles una copa de plata como represalia, en un intento sembrar el terror entre los “indios, saquearon y quemaron el pueblo. Fue una mala idea.

Días más tarde, la expedición llegó a isla de Roanoke, donde se decidió construir la colonia. Los "indios" de la isla los recibieron con hospitalidad y, al principio, cooperaron con ellos. Grenville permanecería poco tiempo más en la colonia antes de partir hacia Inglaterra en búsqueda de más suministros y refuerzos. En abril del año siguiente, estaría de vuelta. Ralph Lane quedó al mando de unos 75 hombres. En seguida, comenzaron a construir un pequeño fuerte con forma de estrella. Las casas de los colonos estaban fuera, pero como las relaciones con los indígenas seguían siendo amigables, los ingleses no temían que las atacaran.

Los aborígenes plantaban cosechas y construían trampas para peces para los ingleses. Realmente, el grupo tenía más pinta de expedición militar que de una auténtica colonia y dependían para su subsistencia de los “indios y de las provisiones y suministros que pudieran llegar de Inglaterra. Otras cosas, como la sal, los caballos o el ganado, las habían obtenido comerciando, o por la fuerza, de los españoles.

El poblado indio de Pomeiooc. Dibujo de John White.

Jefe de tribu. Dibujo de John White.

Pero a pesar de esta dependencia, Lane y sus hombres solían tratar a los indígenas severamente y, en ocasiones, habían secuestrado a algunos de ellos para tratar de sacarles información. No es de extrañar, entonces, que las provisiones que venían de los “indios” dejaran de llegar. Además, empezaron a robar y destruir las trampas para pescar que antes habían construido para los ingleses. Con la nueva situación, la comida no tardó en escasear en la colonia y Lane se vio obligado a enviar grupos de colonos a las islas de los bancos de arena para que vivieran por su cuenta del marisqueo de ostras y otros moluscos. Al poco tiempo, la relación con los indígenas acabó desembocado en una auténtica guerra abierta.

Esta era la apurada situación de los colonos que se encontró Francis Drake cuando, de vuelta a casa, pasó por la colonia con una poderosa flota de 23 barcos cargada de las riquezas saqueadas a los españoles. Era junio de 1586 y aunque Grenville había prometido volver en abril no había noticias de él. Drake ofreció a los colonos un barco y recursos para aguantar un mes más en Roanoke y preparar su vuelta a Inglaterra, o llevarlos inmediatamente con él. Aunque reaciamente, Lane aceptó la segunda opción y el 18 de junio todos partieron rumbo a Inglaterra.

En agosto, al poco de haber marchado los colonos con Drake, Grenville llegó a la colonia, por fin. Grenville encontró el asentamiento desolado y después de buscar en vano a los colonos decidió regresar a Inglaterra, aunque para mantener la presencia inglesa y proteger los derechos de Raleigh dejó un pequeño destacamento de quince hombres, con provisiones para dos años.

Al año siguiente, 1587, Raleigh organizó otra expedición. Al contrario que la anterior, en esta había menos militares y sí que había mujeres, dos de ellas embarazadas, y niños, en total, 117 colonos. Raleigh, parece ser, ofreció una gran cantidad de tierras a los colonos que se embarcaron. Al mando se encontraba John White, un ilustrador amigo de Raleigh, que había participado en las dos primeras expediciones.

La primera parada del nuevo grupo sería para recoger al grupo de quince que se habían quedado en la isla. Luego partirían hacia el norte, hacia la bahía de Chesapeake. A su llegada a la colonia de la isla de Roanoke, sólo encontraron los huesos de uno de ellos; del resto, ni rastro. Al día siguiente, White y un pequeño grupo se dirigieron al norte de la isla, hasta el lugar en donde Lane había construido su fuerte. Al llegar, todas las esperanzas de encontrar a los quince de Grenville se desvanecieron. Aunque las casas estaban intactas, el fuerte estaba destruido y los cultivos abandonados.

Su manera de construir sus botes. Dibujo de John White.

Su manera de pescar en Virginia. Dibujo de John White.

Su manera de cocinar el pescado. Dibujo de John White.

Tal vez porque el invierno se acercaba, los ingleses decidieron aprovechar las casas que seguían en pie y se volvieron a instalar en el mismo lugar y no en la bahía de Chesapeake como tenían planeado. En seguida, notaron que algo había cambiado, los indígenas se mostraban más hostiles que en el pasado. Aunque, gracias a la mediación de Manteo, uno de los “indios” llevados a Inglaterra y que ahora acompañaba a los ingleses, se pudo restablecer la relación de amistad con su tribu, los Croatan, no así con el resto de ellas. A pesar de los intentos de White, las demás tribus rechazaron el contacto con los nuevos colonos. Tal vez, porque aún no habían olvidado los ataques de Ralph Lane el año anterior.

La situación no tardó en complicarse. A los pocos días, un colono llamado George Howe fue atacado por los “indios” mientras estaba sólo buscando cangrejos. Los croatan acusaron de la muerte de Howe y de parte de los “quince” a los “indios” de la isla de Roanoke. White ordenó un ataque de castigo contra el poblado de Dasamonquepeuc, pero para cuando llegaron los ingleses, los “indios” de Roanoke ya habían huido y eran los “amigables” croatan los que ocupaban el poblado.

Unos días más tarde, el 18 de agosto nació Virginia Dare, nieta del gobernador White, que se convirtió en el primer inglés nacido en América. White no tuvo demasiado tiempo para disfrutar del nacimiento de su nieta, ya que el 27 de agosto tuvo que partir hacia Inglaterra en búsqueda de provisiones y suministros para la colonia.

Los meses pasaban y White, Raleigh y los demás socios se mostraban incapaces de organizar una flota. Primero, por el temor de los capitanes a cruzar el Atlántico en invierno y, después, por la llegada de la Armada Invencible. La amenaza española obligó a dedicar todos los barcos disponibles a la guerra con España. Los propios White y Raleigh tuvieron que participar en la defensa de Inglaterra.

Finalmente, White consiguió dos barcos lo suficiente pequeños y mal equipados. Sin embargo, la avaricia de los capitanes hizo fracasar la misión. Los capitanes intentaron hacer más rentable el trayecto intentando capturar varios barcos españoles durante el camino. Sin embargo, los que acabaron capturados fueron ellos y su carga. Sin nada que llevar a los colonos, los barcos, a medio camino, regresaron a Inglaterra.

Plano de la reconstrucción del fuerte de Lane. Fort Raleigh.

White no consiguió montar otra expedición hasta tres años después. Aunque más que una expedición lo único que consiguió fue un pasaje en una expedición corsaria que acordó hacer una parada en la colonia. Después de varias acciones de pirateo, el 12 de agosto de 1590, White consiguió llegar a la colonia. Aunque otra vez la volvió a encontrar desierta. No encontró ni rastro de los 90 hombres, 17 mujeres y 11 niños que había dejado allí. Tampoco, había signos de violencia o lucha. La única pista era la palabra “CROATOAN” tallada en un poste del fuerte y “CRO” en un árbol cercano. Además, encontraron dos esqueletos enterrados. Todas las cabañas y fortificaciones habían sido desmanteladas.

White había acordado con los colonos que si algo les ocurría, grabaran una cruz de malta en algún árbol cercano junto con el nombre del lugar al que habían marchado para indicar que su desaparición podía haber sido forzada. Aunque no había rastro de la cruz, White asumió que se habían mudado a la isla de los Croatan, aunque no pudo llegar hasta ella, se avecinaba una fuerte tormenta y sus hombres rechazaron continuar. Al día siguiente, marcharon. A su regreso a Inglaterra, White fue incapaz de reunir los fondos necesarios para volver a América, donde se habían quedado su hija y su nieta.

¿Qué fue de los colonos?

La hipótesis que parece más simple es que fueron masacrados por alguna tribu hostil. Sin embargo, hoy en día, la teoría que ha ido ganando gradualmente más aceptación es la que sostiene que los colonos se dispersaron y fueron absorbidos (o tal vez, esclavizados) por los croatan o por alguna otra tribu de la región.

Según F. Roy Johnson, habrían sido los nativos del condado de Tuscarora. Para otros, los del condado de Person. Esta última afirmación se basa en algunos testimonios de la época que afirman que cuando los indígenas de Person fueron contactados por otros grupos de ingleses, comprobaron que ya hablaban inglés y que conocían el cristianismo. Otros, sin embargo, dan poco crédito a esos testimonios y a toda la hipótesis del condado de Person.

Otra versión de la hipótesis de la asimilación se basa en la información obtenida de los Powhatan por los colonos ingleses que llegaron a Virginia en 1607. Según el jefe de esta tribu, los colonos podrían haber emigrado y vivido entre los Chesapeake hasta la aniquilación de toda la tribu por los Powhatan, que vieron en la alianza de los Chesapeake con el hombre blanco una amenaza.

Tampoco se puede descartar que los colonos intentaran regresar por su cuenta a Inglaterra y perdieran la vida en el mar. Cuando el gobernador White regresó en 1587, les dejó una pinaza y otros cuantos barcos más para que exploraran la costa o si querían trasladar la colonia a tierra firme. A su vuelta, los barcos no estaban.

Danza festiva. Dibujo de John White.

Hechicero “indio”. Dibujo de John White.

Otros sostienen que habrían sido los españoles los que habrían destruido la colonia, como habían hecho unos años antes con una colonia francesa similar en Carolina del Sur. La teoría, que podría tener sentido, parece poco probable, porque, según parece, los españoles seguían buscando la colonia inglesa en el año 1600, diez años después que White descubriera que la colonia había desaparecido.

En 1998, el especialista del clima, David W. Stahle, de la Universidad de Arkansas junto con otros colegas, después de analizar los anillos de varios cipreses de la zona, algunos de hasta 800 años de edad, llegaron a la conclusión que los colonos llegaron a la isla Roanoke en el peor verano de los últimos 800 años. Según sus estudios, entre 1587 y 1589, la zona habría sufrido una terrible sequía. Según esta hipótesis, la sequía habría causado una gran hambruna que podría haberse cebado con los inexpertos colonos.

En cualquier caso, los defensores de todas las teorías han sido incapaces de aportar pruebas concluyentes, por lo que el misterio continúa. Tal vez, la situación cambie si el proyecto “Lost Colony DNA” consigue aportar algo de luz sobre el asunto. Se trata de una investigación en curso que intenta confirmar mediante pruebas de ADN si es cierto que los colonos fueron asimilados por las tribus locales. Para ello, el proyecto se propone localizar y realizar pruebas al mayor número de descendientes potenciales de los colonos.

La idea de que los colonos se mezclaran con los Croatan se ha convertido en una especie de enseña de la vuelta a un modo de vida más primitivo, más libre. La idea ha sido usada por el movimiento primitivista.

Enlace permanente a La colonia perdida de la isla de Roanoke.

PS: Gracias al amigo Iñaki de Historias con Historia por el chivatazo.

+posts:
- De cómo la ciudad Rey Don Felipe se convirtió en Puerto del Hambre, historia en la que, entre otras cosas, Sir Walter Raleigh captura a Pedro Sarmiento de Gamboa.
- La legión romana perdida en China
- El mítico reino de Preste Juan

+info:
- Roanoke Colony in en.wikipedia.org
- Fort Raleigh, National Historic Site
- The Lost Colony of Roanoke by Ryan Whirty
- Ilustraciones de John White en Documenting the American South >> The North Carolina Experience
- Researchers Hope DNA Will Solve Roanoke Mystery in FOXNews.com
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martes, 6 de octubre de 2009

Los globos de fuego con los que Japón golpeó el corazón de América

A finales del 1944 comenzaron a registrarse una serie de incendios y extrañas explosiones a lo largo de la costa oeste norteamericana. Los avistamientos de unos extraños globos habían despertado las alarmas del ejército americano. Supuestamente, eran japoneses, pero nadie sabía desde donde eran lanzados. Unos creían que los soltaban desde submarinos y otros que eran la obra de algún norteamericano de origen japonés renegado.

Globo derribado y reinflado por los americanos

Los americanos encontraron el primer globo el 4 de noviembre de 1944, en el mar, cerca de San Pedro, California. Al día siguiente algo parecido a un paracaídas fue visto descender en Themopolis, Wyoming, más de 1.000km tierra adentro. Días después, otro globo fue derribado por un caza en Santa Rosa, California, y otro más, visto en Santa Mónica.

Para comienzos de 1945 no había duda, algo raro estaba sucediendo. Los avistamientos de globos se extendían ya por toda la costa oeste norteamericana, desde la frontera mejicana hasta Alaska, y lo peor es que su amenaza no sólo se limitaba a la costa, sino que algunos de ellos se habían adentrado tierra adentro. Uno de ellos se quedó a tan sólo 15km de Detroit.

La primera reacción de las autoridades fue silenciar los ataques. Primero, para no extender el pánico entre la población y, segundo, para no dar ningún tipo de pista al enemigo sobre la efectividad de los globos y animarlo a enviar más. En un principio, nadie creía que los globos pudieran venir directamente desde el Japón. Se creía que lo más probable era que los globos fueran lanzados desde playas americanas, por agentes transportados en submarinos. Algunos incluso especulaban sobre la posibilidad de que hubiera podido ser algún alemán prisionero en Estados Unidos, o que se hubieran lanzado desde algún centro de internamiento para los americanos de origen japonés.

Fue después de analizar la arena que había dentro de los sacos de lastre de los globos que los militares norteamericanos empezaron a tener las cosas claras. La mayoría de los sacos se perdían durante el trayecto por el Pacífico, pero varios globos se estrellaron sin explotar y se pudieron recuperar algunos de sus sacos. En todos los sacos recuperados se encontró la misma arena obscura. La Unidad de Geología del ejército la analizó y descubrió que contenía un centenar de especies diferentes, entre fósiles y vivientes, de diatomeas, un tipo de alga unicelular . Inmediatamente, quedó claro que la arena de los sacos procedía de alguna playa, pero ¿de cuál?

Lugares atacados por los globos

En la década de 1920, los japoneses habían descubierto la existencia de una fuerte corriente de aire que circulaba a gran velocidad y altitud sobre su país. La corriente soplaba a 9.150m de altura y era capaz de transportar grandes globos a través del Pacífico, unos 8.000km en tan sólo 3 días. Posteriormente, se descubrió que existían otras corrientes de este tipo y se usaría el término corriente en chorro para referirse a ellas. Sin embargo, en un primer momento, el descubrimiento japonés pasó inadvertido en el extranjero.

Varias décadas después, el general Sueyoshi Kusaba llevaba tiempo trabajando con sus colegas del Laboratorio Técnico del Noveno Ejército Japonés en unas bombas globo (fusen bakudan, en japonés). Su idea era construir unos globos capaces de aprovechar esa corriente en chorro para llevar bombas incendiarias y explosivas hasta los Estados Unidos. Una vez en territorio norteamericano, las bombas podrían destruir edificios, causar muertes y provocar incendios. Por un lado, se pretendía crear un clima de psicosis y pánico entre la población civil y, por otro, obligar a los americanos a traer tropas y recursos desde el frente para luchar contra los grandes incendios forestales que los globos pudieran provocar.

El plan era, en cierta manera, la respuesta japonesa a los bombardeos americanos sobre Japón de la Operación Doolittle. Los ataques no causaron daños graves, pero encendieron los ánimos de venganza entre los nipones.

Antes de poner en marcha el plan, sin embargo, quedaban muchos problemas técnicos por resolver. Un globo de hidrógeno se expande a causa de la luz y calor solar, y se contrae cuando se enfría durante la noche. Los ingenieros idearon un sistema de control que en función de un altímetro dejaba ir lastre. Cuando el globo descendía por debajo de los 9km, el sistema dejaba caer mediante una señal eléctrica un par de sacos de las tres docenas que llevaba. De manera similar, cuando el globo se elevaba por encima de los 11.6km, el altímetro accionaba una válvula que dejaba escapar hidrógeno.

Lastres y mecanismo del globo

El sistema de control dirigía el globo durante los tres días de vuelo. Para entonces, era muy probable que ya hubiera llegado a Estados Unidos. Una pequeña explosión soltaba las bombas y, al mismo tiempo, encendía una mecha de 19.5 metros. Pasados 84 minutos, la mecha encendía un pequeño explosivo que destruía el globo.

Los globos eran de 10 metros de diámetro y tenían capacidad para unos 540 metros cúbicos de hidrógeno. Aunque podían levantar hasta 450kg de peso, llevaban una carga destructiva no demasiado grande. Unas veces, eran 12kg de material incendiario y otras, una bomba antipersonal de 15kg con cuatro bombas incendiarias de cinco.

Al principio, los globos se fabricaban usando seda engomada, pero con el tiempo los ingenieros se dieron cuenta que había un material mejor y que perdía menos hidrógeno: el washi, un papel hecho a partir de pasta de arbustos de una especie de moras que era impermeable y muy resistente. Se hizo un pedido de 10.000 globos de washi. Como este material sólo estaba disponible en trozos rectangulares no muy grandes, se tenían que enganchar unas cuantas piezas de él usando una pasta comestible llamada konnyaku. Algunos trabajadores hambrientos robaban esta pasta para comérsela. En cualquier caso, los trabajadores no tenían ni idea de para que servía su trabajo.

Las primeras pruebas se llevaron a cabo en septiembre de 1944 y fueron todo un éxito. El primer globo fue soltado a comienzos de noviembre, en sólo unos minutos el globo se convirtió en un pequeño punto en el horizonte. Los japoneses escogieron el comienzo del otoño porque es la época del año en que la corriente en chorro es mayor. Sin embargo, esta decisión limitaba mucho la posibilidad de que las bombas incendiarias causaran incendios forestales, ya que en otoño los bosques están demasiado húmedos para prender.

Después del primer lanzamiento, los globos continuaron llegando a Oregón, Kansas, Iowa, British Columbia, Alberta… La aviación norteamericana intentaba interceptarlos, pero con escaso éxito. Los globos volaban a gran altitud y, sorprendentemente, muy rápido. Apenas consiguieron derribar unos veinte.

Pero a pesar de que los globos eran difíciles de abatir, causaban muy pocos daños. Sólo uno de sus ataques podría haber tenido alguna consecuencia en el desenlace de la guerra. Ocurrió el 10 de marzo de 1945 y fue por casualidad. Ese día uno de los globos cayó cerca de una de las instalaciones del Proyecto Manhattan. El globo provocó un cortocircuito en las líneas de alta tensión que proporcionaban electricidad al sistema de refrigeración del reactor. Afortunadamente, el incidente no tuvo mayores consecuencias y los sistemas de emergencia recuperaron la tensión enseguida.

Secuencia en la que se puede ver un globo de fuego mientras es derribado

Más trágico fue lo sucedido con un globo que llegó hasta los bosques de Oregón. Durante un picnic parroquial, el Reverendo Archie Mitchell contempló horrorizado como su mujer y cinco niños que los habían acompañado murieron cuando una de las niñas intentaba recoger de un árbol lo que pensaba que era sólo un globo. Fue el único ataque que causó víctimas e hizo que las autoridades levantaran el apagón mediático. Era mejor que la gente estuviera informada para que no se volviera a repetir un accidente así.

A pesar de su limitada efectividad, las autoridades norteamericanas estaban preocupadas. Los americanos sabían que los japoneses intentaban desarrollar armas biológicas, y temían que pudieran usar los globos para hacerlas llegar hasta los Estados Unidos. Un globo cargado de agentes biológicos hubiera sido una amenaza seria y muy grave. Otra temor, aunque menos real, era que los japoneses decidieran usar los globos para infiltrar agentes en Norteamérica.

En total, los japoneses soltaron unos 9.000 globos esperando que al menos un 10% de ellos llegara a América. Si bien los Estados unidos registraron sólo 285, los expertos creen factible que fuera cierta esa cifra, y que unos 1.000 consiguieran atravesar el Pacífico. En su propaganda, Japón hablaba de los grandes incendios y de las 10.000 bajas que sus globos estaban provocando. También sostenía que los incendios estaban arrasando los bosques y el pánico se había desatado entre la población.

Sin embargo, los japoneses intuían que la situación real era muy distinta. La única noticia que habían tenido de sus globos fue la del incidente de Oregón. Tal vez por ello, el ejército japonés empezó a dudar de la efectividad del plan y el General Kusaba recibió la orden de cesar las operaciones en abril de 1945. Casi al mismo tiempo que los americanos habían conseguido identificar y destruir dos de los tres puntos de lanzamiento de los globos.

El mérito fue de la Unidad de Geología del ejército norteamericano que llevó a cabo un trabajo detectivesco para reducir el número de puntos posibles de lanzamiento. En los primeros análisis, los investigadores de la unidad comprobaron que no había ningún tipo de coral en la arena de los sacos de lastre. En Japón, el coral crece a lo largo de la costa de Honshu, la isla principal de Japón, hasta la bahía de Tokio, pero no más al norte.

En la arena también encontraron foraminíferas, pequeños esqueletos de organismos microscopios provenientes del fondo del océano. Algunas de las especies de foraminífera identificadas sólo habían sido descritas en estudios científicos sobre las playas al norte de Tokio, en la costa este de Honshu.

La presencia de hiperstena, de augita de origen volcánico y de varios minerales pesados permitió reducir la posible zona de origen a una banda de costa de 1.600km en la parte norte de Japón. Posteriormente, mediante el estudio de informes geológicos japoneses de antes de la guerra, se limitó a sólo dos posibles localizaciones: una gran playa cerca de Shiogama, y otra playa en Ichinomiya, ambas en el norte de Japón.

Esquema de un globo de fuego, el cable colgando a la derecha es la mecha para la autodestrucción

Una vez la Unidad de Geología había identificado la costa norte de Japón como el origen de la arena y, muy probablemente, el punto de lanzamiento, se sometió la zona a un detallado reconocimiento fotográfico. Los intérpretes fotográficos consiguieron identificar dos de las tres plantas en las que se producía el hidrógeno de los globos en las afueras de Ichinomiya. Y en abril de 1945 fueron destruidas por los bombarderos B-29.

Después de la guerra, se continuó encontrando restos de los “globos de fuego”. Ocho durante los siguientes cinco años, tres en la década de los 50 y dos en la de los 60. El último globo operativo se encontró en 1955, su carga todavía estaba lista para explotar después de diez años de corrosión. En 1978, en Oregón, se encontró parte de la estructura de otro de estos globos, fusibles y barómetros. Y en 1992, se encontró en Alaska otro más, pero no letal. Hoy en día, no se descarta que pueda haber más globos sin explotar ocultos en los bosques, lagos y montañas de Norteamérica.

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+info:
- Bomba globo en es.wikipedia.org
- Fire Balloon in en.wikipedia.org
- How Geologists Unraveled the Mystery of Japanese Vengeance Balloon Bombs in WWII by J. David Rogers et al.
- The Fire Balloons by Greg Goebel
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